El ser parte de una generación tan grandiosa como los videojuegos en aquellos años, me ha dejado una gran cantidad de pequeñas experiencias y la que quiero compartir en este artículo tuvo un valor agregado tal que me definió y marcó mi manera de ver los videojuegos.
Artículo Actualizado
Volvamos al rededor del año 2000, por algún motivo, siempre volvemos a estos años. Yo vivía en Fray Bentos, mi ciudad natal.
En aquella época me podría considerar un cazador de arcades, recorría barrios y distintas zonas de la ciudad para encontrar los mejores títulos, o los más interesantes.
Hete aquí, que un día me cuentan que… en un pequeño salón muy cerca del liceo al cual concurría, estaba nada más y nada menos que la increíble Street Fighter New Generation, no recuerdo exactamente cuál versión. Lo que sí recuerdo es que decidí ir a ese lugar, comprar una ficha para echar una partida, y luego de ver el plantel escogí a Yang, el personaje que usa las técnicas de Kung-Fu.
Después de un par de peleas, aparece un niño junto a mí, y pone una ficha. Yo estaba jugando en el lado derecho, porque con algunos personajes me parece más cómodo, entonces el chico “un escolar” que se aparece de la nada escoge a Ryu. Seguramente que se estará preguntando el porqué sé que era escolar y la respuesta es muy simple, tenía puesta la túnica y había dejado la mochila junto al arcade para jugar.
No recuerdo que me dijera nada, ni siquiera un hola, solo puso la ficha y pulsó el botón.
Cuando vi que eligió a Ryu, supe que la cosa era en serio y no tenía que dejarle un cachito de ventaja, a pesar de que era un niño escolar. La verdad es que yo estaba muy novato con este personaje Yang, normalmente no salgo de Ryu o Ken, pero, viendo lo visto, no estaba dispuesto a perder la partida, era algo muy personal.
Sin mucha dificultad logré derrotar al chico en los 2 round, podemos decir que de manera milagrosa,
la verdad es que solo jugué un par de veces con este personaje, fue simplemente un toque de suerte, ya que en lo personal no me considero experto, y si le sumamos que no había jugado lo suficiente con este personaje, la cosa no era simple.
Después de jugar esa partida, el chico se fue, y tampoco dijo nada. La verdad es que no me sentí muy bien por ese resultado, por lo general cuando ganar es por el solo placer no me pasa nada, pero al saber que el premio era la misma moneda, aquí la cosa cambia, aunque sea un valor pequeño, el premio tiene un precio.
Al final continué la partida, hasta que llegué al jefe final, un tipo en calzones con aire a gladiador que me destrozó en cuestión de segundos, a pesar de todos los trucos que conocía, aquí terminó mi moneda.
En este momento terminó esa moneda que tanto me había costado luego de enfrentar a un chico de escuela que se presentó con el único fin de quitarme del medio. Por un momento pensé que pudo esperar a que yo terminara la partida y el que pudiera jugar libremente contra la máquina, pero era consciente también de que así es el juego, porque tampoco le podía decir que no ponga la moneda y si podía, tampoco me dio tiempo. Todo ocurrió demasiado de prisa.
¿Qué enseñanza tuve después de esto?
Supe que no me gustaba jugar por la ficha, ni tampoco competir con otras personas cuando existe un premio de por medio sin importar cuál era. La verdad que también me sentí muy mal por el pequeño, no era que quería ganarle, era solo que tampoco podía permitir que ganara la partida y continuara jugando sin mérito y lo peor, es que había pagado por esa moneda, por lo tanto, también lo merecía.
A día de hoy todavía recuerdo esta historia, pero también recuerdo que me sentí mal y cuando traigo esa escena a mi mente, me siento exactamente igual a como me sentí aquella vez.
Y después de eso, nunca jamás volví a jugar a las arcades y enfrentar a alguien por una moneda, ni ningún otro premio, ni tampoco competir.
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